A punta de pistola

Y apuntóme al centro del pecho con su revólver mientras me demandaba todo lo que pudiera darle.

– Apuntas a una cavidad hueca. Ya no hay nada al final del cañón de tu arma. Si disparas, la bala atravesará, quizá, mi pulmón izquierdo, y me costará respirar. Pero ni siquiera me dolerá.

+ Estoy apuntando a tu corazón. Si disparo, estás muerto. ¿De verdad aprecias más unas cuantas baratijas que te puedo robar de tus manos yertas que tu vida sin ellas?

– Yo ya no estoy vivo. Nada hace que me lata la sangre. Y lo que me pides, no son simples baratijas. Quieres para ti mi sustancia. Perderla tras morir es lo mismo que morir tras perderla. Y en el fondo lo prefiero. Tú estarás contenta, quizá con una bala menos, y yo acabaré tranquilo, por fin, sin dolor ni preocupación. Sin noches en vela escribiéndote, llorándote. Sin dedos cansados por deletrearte. Sin labios dolidos por nombrarte. Sin un esternón inútil que ya no protege ningún corazón. Así que sí, dispara. Al menos así me llevaré algo tuyo a la tumba.

+ Que así sea.

Y apretó el gatillo. Noté un vacío en mi tímpano; sordera momentánea. Un silbido de aire que escapaba de una cavidad por un pequeño orificio.

– Ni siquiera has tenido la decencia de usar una bala. Era un cartucho relleno de sal. ¿Acaso no merecía más?

Y mientras ella huía con mi todo, yo me resguardé en la fría nada. Y me congelé. Y mis dedos ya no le escriben. Y mis labios ya no le nombran. Y mi corazón ya no le extraña. Y mi ser ya no es. Nada.